La disolución de la maldad en la ritualidad mesoamericana



Schopenhauer es denominado como el filósofo pesimista por excelencia. Su metafísica se centra en describir al mundo como un lugar hecho para sufrir y nada más. En sus escritos se puede percibir el repudio hacia el optimismo, que él llama a evitar por ser sólo una ilusión de lo que el mundo es realmente. En su intento por contribuir a la metafísica, plantea la maldad como punto central de la existencia humana y problematiza las características del pensamiento que intentan bloquear la maldad como eje central para generar un mundo de ficción en el que se pueda seguir existiendo.
    La crítica de Schopenhauer se centra en las religiones como una metafísica que intenta alejarse de la razón para dar lugar a las creencias de mundos mejores después de la muerte. Pero en sus consideraciones olvida el carácter metafísico de muchas otras culturas que no sólo veneran la vida sino también la muerte. Culturas en donde la maldad y la bondad no están establecidas en términos prácticos morales con base en las ideas europeas occidentales de su siglo y de su historia sino en conceptos mucho más complejos que, por supuesto, ni siquiera considera. En Mesoamérica existieron durante miles de años sociedades sapientes que se encontraban bajo una concepción alejada del bien y del mal como dicotomías únicas que expresaban la moralidad y la ética de las relaciones sociales y que plantearon mundos filosóficos distintos que sobresalen de las condiciones tan burdas y simplistas que abordan las religiones monoteístas y las religiones politeístas europeas.

Sobre la filosofía de un pesimista
Para Schopenhauer el bien es una simple apariencia efímera del pensamiento. Su crítica principal es hacia el optimismo planteado, principalmente, por Leibinz en sus escritos de Teodicea. En ellos, Leibinz describe un mundo perfecto o, cómo el lo llama, el óptimo. Este mundo se plantea de esta forma debido a que fue creado por un dios todopoderoso que en su perfección es incapaz de generar un mundo mejor. Por esta razón, para Leibinz no hay maldad original en el mundo, el mal que existe no es culpa de dios, sino de la libertad que tienen los seres humanos por su libre albedrío. Leibinz nos dice: “Ahora sí que podemos ya buscar con toda seguridad el origen del mal en la libertad de las criaturas. La primera maldad nos es conocida, es la del diablo y de sus ángeles: el diablo peca desde el principio y el Hijo de Dios ha aparecido para deshacer las obras del diablo“.  El origen del mal se encuentra en los seres libres, como el diablo, que se revela contra dios y produce una ambivalencia en sentido moral. Las cosas buenas van por un lado y las malas por otro. Las criaturas libres producen maldad porque se rebelan contra el máximo benefactor que es dios. El mundo no es malo por naturaleza, los seres humanos lo hacemos. 
    Ante esto, Schopenhauer responde con gran disconformidad. Para él, el mundo no es el más óptimo posible, si no el peor de los mundos posibles. Schopenhauer no puede concebir que en la libertad esté la capacidad de maldad y que eso sea producido exclusivamente por los seres humanos. Para él, la libertad no sólo depende de querer y poder, sino de una necesidad de la voluntad de existir y autoproclamarse como existente en sí misma. Para Schopenhauer la libertad no es posible mientras la necesidad exista y cualquier razonamiento en busca de aconteceres mediados por una decisión que conoce las consecuencias, es imposible que sea libre.
    Esto genera un problema, y es que la naturaleza, como voluntad propia, es la única que puede ser libre. Al separar la libertad de los seres racionales, como el ser humano, genera un posicionamiento opositor ante las ideas optimistas del mundo perfecto. El mundo es imperfecto y la libertad sólo genera mayor imperfección. Entonces la dualidad de maldad y de bienestar se replantean en términos de lo que pudo ser o lo que no pudo ser la existencia de este mundo. Pilar López, en la introducción de Los dos problemas fundamentales de la ética (2002) nos dice: 

“Más correcto sería, según él, identificar el mundo o su origen con el Diablo que con Dios. Porque sólo una maldad radical de la realidad puede explicar un mundo que tiene como elementos constitutivos el sufrimiento, la carencia, el egoísmo, la maldad, el hastío y la muerte. Considerar todo eso como meramente accidental, tal y como pretende el optimismo cósmico, es para Schopenhauer, no ya absurdo, sino impío”.  

De acuerdo a Schopenhauer el mundo está lleno de desgracias. El sufrimiento, la maldad y la muerte son condiciones de existencia de este mundo y, en dado caso de que fuera un mundo creado a manera de bondad por un ser todopoderoso, al parecer, lo habría hecho bastante mal. De acuerdo a su concepción, los seres humanos pueden padecer dolor o generarlo, no hay más. Eso no permite que se puede redefinir el concepto en la simplicidad de los ‘buenos’ y los ‘malos’ sino que la discusión elemental gira en torno a la imposibilidad de existir de otra forma que no sea por el mal. Eso sólo podría estar hecho por un ser malvado que odia el mundo y que disfruta de sus displaceres. No podría ser mejor explicado que en términos de un ser malvado que hace que la existencia sea intolerable. El dolor padecido por los seres humanos es el precio que se debe pagar por existir.
La crítica fundamental eventualmente se suscita contra la teología monoteísta. Para él, la religión cristiana, principalmente, se basa en una ideología que encubre la verdad del mundo para que los seres humanos logren mantenerse en él, a pesar de saberse desahuciados. Las religiones que confían en un ser capaz de formar mundos perfectos asocian la culpabilidad de los males a los seres humanos y forjan un hastío hacia el propio ser. La libertad de los seres humanos es lo que les termina repudiando y sólo prefieren la mentira de un mundo mejor para dejar a la verdad relegada de su cometido “¿Cómo podría subsistir la verdad eterna si el fundamento del mundo es perverso? Schopenhauer se aferró al concepto de verdad, aun cuando ésta lleva al negativo de sí misma”. 
    Sin embargo, para Schopenhauer, la verdad debe superar esos miedos y concentrarse en la razón metafísica que la filosofía permea. Adorno y Horkheimer nos dicen: “[La verdad] significaba para él la resolución de no tranquilizarse con ninguna ilusión, y su nombre era uno y el mismo con el de la filosofía. ‘Quien ama la verdad odia a los dioses’”.  Los dioses sólo son para él una ilusión que genera un indulto hacia la existencia insignificante de un mundo que, en principio, no debería existir. El optimismo de Leibinz lo único que hace es autoelogiar a un autor del mundo que permitió, en su inmensa sabiduría y poder, el hecho de que fuera el peor de todos los mundos posibles. 

“Pues nos presenta la vida como un estado deseable y pone como fin de la misma la felicidad. Partiendo de ahí, cada cual cree estar plenamente justificado para exigir la felicidad y el placer: si no se le dan, como suele ser el caso, cree que se le hace injusticia y se le malogra el fin de su existencia; pero es mucho más acertado considerar que el fin de nuestra vida es el trabajo, la privación, la miseria y el sufrimiento, coronados por la muerte”. 

La muerte es el fin último de la existencia. Pero si de eso depende la vida, y en eso radica el ser en sí mismo, más valdría la pena no existir en primera instancia. Los seres pueden plantearse terminar con su sufrimiento acabando con su vida para evitar caer en la desesperanza de que todo vaya a ser mejor siempre. Cuando deseen, su única salida, es dejar de existir.

La vida condicionada a la muerte y el sufrimiento
La única forma de remediar una existencia vacía y desamparada es en la muerte. La escapatoria que plantea Schopenhauer ante la maldad del mundo es la desaparición completa de la propia existencia. Esto, él cree, es bien sabido por parte de los teólogos que han intentado suscitar un beneficio mayor en el más allá o en otros lados, buscando que la esperanza de un mundo mejor en el futuro o posterior a la muerte aparezca como medio de justificación para la vida, pero esta forma de salvamento no le parece correcta.

“Si el mundo y la vida fueran un fin en sí mismos y no necesitaran ninguna justificación teórica ni compensación o corrección práctica; si existieran, según lo plantean Spinoza y los spinozianos actuales, como la manifestación única de un dios que animi causa o para reflejarse a sí mismo emprendió esta evolución, por lo que su existencia no necesitaría justificarse con razones ni redimirse con consecuencias, entonces sería necesario, no que los sufrimientos y penalidades de la vida se compensaran totalmente con sus placeres y bienestar — porque esto, como se ha dicho, es imposible, dado que mi dolor presente no puede suprimirse con las alegrías futuras, pues estas llenan su tiempo como aquel el suyo”. 

La remuneración futura ante los males no puede ser la solución ya que el mal seguirá existiendo, entonces todo el complejo de optimismo se pierde en la distinción de que lo que no se es ahora, se puede ser en otro momento. ¿Y eso de qué sirve? El ser humano es un ser material que desaparecerá en el momento en que su cuerpo se pudra, es finito, y pavonearse de una resolución externa a la vida para existir es de perversos. Adorno y Horkheimer nos dicen: 

“Por expresar lo negativo y guardarlo en el pensamiento -en completa oposición al positivismo- hace que quede al descubierto por primera vez el motivo de la solidaridad de los hombres y del ser en general, el desamparo; ninguna necesidad se compensará en un más allá, y el apremio a remediarla acá proviene de la incapacidad de ser testigo a ciencia y conciencia de esta maldición y de tolerarla si es que existe posibilidad de ponerle término”.  

Sólo queda esperar, y pensar que las cosas serán mejores. Eso para Schopenhauer es de seres inertes ¿Cómo saber si después de la vida está ese paraíso prometido donde todo será bueno? ¿Cómo esperar que la vida tenga sentido si la muerte parece más asimilable?
Bajo las condiciones de existencia de Schopenhauer, a mi parecer, la muerte tiene un dilema fundamental: es la escapatoria del mal y una condena al mismo tiempo. Schopenhauer dice: “Así, la vejez y la muerte a las que toda vida conduce necesariamente son la sentencia condenatoria de la voluntad de vivir, salida de las manos de la propia naturaleza; en ella se declara que esa voluntad es un ansia que tiene que destruirse a sí misma”.  Vivir conlleva morir, es el único fin, y plantearla como una condena concierne un mal mayor. Si la escapatoria también se considera como algo negativo, el ser deja de tener fundamento y se disuelve en la inexplicabilidad de su existencia. 
    Pero en otro fragmento, él mismo parece encontrar la solución a su propio dilema. Para Schopenhauer: “no tendría que haber sufrimiento alguno ni tendría que existir la muerte, o al menos no suponer nada espantoso para nosotros. Solo entonces sería la vida su propia recompensa”.  Sólo si la muerte no es algo terrible, entonces podría ser una recompensa. Y no sólo eso, ¿Qué sucedería si el mismo planteamiento de maldad estuviera destituido por una concepción contextual distinta en sociedades dónde los seres humanos no tienen una distinción categórica absolutista de maldad y de bondad como lo tiene la cosmología cristiana?


La disolución de la maldad entre los mesoamericanos y sus dioses
Los mesoamericanos fueron clasificados como bárbaros y salvajes desde que los españoles arribaron a América con su cosmología monoteísta. Los españoles católicos mantenían una oposición ante las sociedades mesoamericanas debido, sobre todo, a sus prácticas rituales y a su cosmología politeísta. Los mitos mesoamericanos no se pueden manejar como unos solos, dependen de la región y de la temporalidad, pero hubo algunas denominaciones que se mantuvieron en constante percepción por parte de todas las sociedades que habitaron el centro de América desde el preclásico hasta el posclásico. Uno de los componentes más importantes de esas sociedades fue el culto y los rituales asociados a la muerte y a sus dioses. 
    La muerte en Mesoamérica no era un componente separado de la vida y los dioses no eran separados de los humanos. La convivencia de estos términos en condiciones fundamentales de la vida diaria desarrolló una filosofía que es muy distante a la de los españoles que llegaron desde el otro continente. López Austin nos dice: 

“Las occisiones rituales que alimentan a los dioses con la sangre de los sacrificados reconstituyen y mantienen la cíclica sucesión de las fuerzas en este mundo. Otras occisiones lo son de los hombres que han sido tomados por los dioses; esto es, mueren con las víctimas los dioses que las poseen. Las occisiones de los dioses en los hombres poseídos provocan desaparición de una porción de fuerza en el mundo para permitir un inmediato renacer vigoroso. El hombre que muere como dios, con fuerza del dios dentro del cuerpo, se reintegra siendo dios a la morada de los dioses. Es una fuerza gastada por el cumplimiento de todo un ciclo en el mundo. Ya reintegrada la fuerza al tiempo-espacio divino, puede regresar al mundo en su siguiente oportunidad, en un ciclo nuevo, en plenitud”. 

La muerte no es una representación separada de la vida, sino un paso más en el desarrollo del ser. Los mesoamericanos se reintegraban con los dioses para volver a existir o, más bien, no dejar de existir, pero la muerte no se separaba como algo malo o como algo perjudicial. La muerte se concebía como parte de la vida, sin un juicio moral. 
    La muerte en Mesoamérica está inscrita en los dioses, pero no en términos del cristianismo. Los dioses mesoamericanos no conllevan el requisito de la bondad de ese dios. Son seres que se instauran en la naturaleza de lo invisible como seres independientes y autónomos, más no omnipresentes y omnipotentes. Los dioses son seres, sí más poderosos que los seres humanos, pero que también se determinan y se rigen por leyes y se constituyen como seres capaces de errar y equivocarse. López Austin menciona que: “Los dioses son sujetos de derecho. No son, por tanto, todopoderosos. Sus leyes, aunque particularizadas, son una proyección de las leyes que el hombre cree encontrar sobre la tierra”.  Los dioses viven y también mueren. Conviven con los seres humanos y el trato que se corresponde entre ellos no es más que el que se puede tener con otro ser humano.
    Por supuesto, en la relación de los seres humanos con los dioses se plantean diferencias significativas, sobretodo si el dios tiene mayor fuerza para controlar algún aspecto característico de la naturaleza o también si este se enfurece o se vuelve violento, pero esto se puede aplacar con conversaciones o con riñas, mediadas por rituales o protocolos, tal y como se resuelven los conflictos en las relaciones humanas. Se les rinde culto y se les otorgan sacrificios para calmarlos, pero se les trata en igualdad de condiciones sociales. 
    Los dioses mesoamericanos no son todopoderosos y capaces de hacer lo que quieran. Ellos tienen miedo, sufren, hacen cosas que les generan dolor y también pueden hacer cosas que les generan satisfacción desinteresadamente. López Austin dice: “ningún dios es totalmente bueno o totalmente malo. Los dioses, mutables como las cualidades distintas que los componen, obran a favor o en contra del hombre con una veleidad que no deja lugar a dudas de su capacidad volitiva”.  Son organismos que interactúan con sus espacios y sus tiempos pero que por sus condiciones también están atravesados por cualidades éticas y como tal pueden tomar decisiones correctas o incorrectas bajo un contexto social humano. No hay una maldad o bondad categórica indiscutible como sucede con el dios cristiano y con en el diablo o con los ángeles y los demonios. La dualidad se quiebra para disolverse en la infinita posibilidad de la toma de decisiones diarias.
Las culturas indígenas, en la actualidad, se esgrimen de forma distinta. Los indígenas conquistados han creado su propia cosmovisión lejos de las concepciones mesoamericanas ancestrales. Con la llegada de los españoles los indígenas tuvieron que concebir un sincretismo religioso que dio lugar a la intersección de dos mundos: uno que piensa en absolutos y otro que piensa en parcialidades. La naturaleza de los dioses mesoamericanos fue entendida en un juego de oposiciones dialécticas. Fueron imaginados en la caracterización predecible de su momento histórico, y los dioses resultaron tan diferentes entre sí como la variación ficticia que se les atribuyó a cada uno posteriormente. López Austin nos dice: 

“Para aquellos españoles los esquemas propios para entender el politeísmo eran los que remitían a su antigüedad clásica. ‘Huitzilopochtli fue otro Hércules’, ‘Tezcatlipoca es otro Júpiter’, ‘Chicomecóatl es otra diosa Ceres’, ‘Chalchiuhtlicue es otra Juno’, ‘Tlazoltéotl es otra Venus’, ‘Xiuhtecuhtli es otro Vulcán’, leemos en una de las fuentes más autorizadas. Y no son siquiera marcos de referencia de una realidad histórica próxima, sino las vagas apreciaciones librescas, sumamente ideologizadas, que los cristianos tenían de un mundo clásico remoto, anatematizado durante siglos. Aquí vinieron a duplicar los anatemas”.   

Las diosas y los dioses mesoamericanos fueron reentendidos por los cristianos bajo sus concepciones, y con sus marcos de referencia los repudiaron por ser violentos y simuladores de otras culturas, como si todos fueran iguales. Este problema es fundamental para poder concebir la maldad que se les adjudicó a los mesoamericanos en su tiempo. Con una concepción dialéctica basada en las ideas cristianas del bien y el mal se les otorgó a los rituales mesoamericanos, que conllevaban muerte y ensangrentamiento, el juicio de maldad. Los sacrificios para los dioses cortando cabezas o extrayendo corazones mientras aún se mantenían calientes dio lugar a que se les denominaran prácticas diabólicas. 
    En la modernidad, después, cambió el panorama, pero no para bien. Después de años de lucha de diversos teólogos y sacerdotes cristianos por darles valor, aún en términos cristianos, llegó la consideración de categorizarlos como simples bárbaros que estaban ahí para ser educados por los buenos cristianos, ya que dios, con toda su sabiduría había generado la posibilidad de un mundo óptimo donde también existieran ellos para ser reformados y evangelizados. Las teorías de Leibinz encajaban perfectamente con esta descripción instruyéndose nuevamente en las comparaciones de los dioses mesoamericanos nada más con lo que los europeos conocían en ese momento.
    Con las críticas al positivismo, por parte de Schopenhauer, la cosa no fue mejor. Ante la descripción del mundo lleno de maldad y el razonamiento metafísico europeo como única fuente de sabiduría se les discriminó aún más llamándolos simplemente salvajes e incitadores de esa misma maldad. Para Schopenhauer los ritos mesoamericanos de sacrificio fueron vistos como justificadores de sus términos y de su filosofía ya que, claramente, para él, estimulaban la maldad del mundo aún más. Ya no sólo eran seres extraños con prácticas rituales diabólicas, ahora también eran justificadores de la hartura en la existencia misma del ser humano. 
    Gracias a seres como ellos, para Schopenhauer, la vida no tenía sentido y sería mejor no vivirla. Adorno y Horkheimer nos dicen, hablando acerca del pensamiento de Schopenhauer: “Todo ser finito -y la humanidad es finita- que se pavonee de ser algo último, supremo, único, se convertirá en un ídolo que tiene apetito de sacrificios sangrientos y que posee, para ello, la capacidad demoniaca de trasmutar su identidad y asumir otro sentido.”  Para Schopenhauer la maldad está contenida en lo sangriento. La violencia y la muerte son parte de la capacidad demoniaca del mundo y concierne a los seres humanos. Para él: “es el conocimiento de la muerte, y con él la consideración del sufrimiento y la necesidad de la vida, lo que proporciona el más fuerte impulso a la reflexión filosófica y a la interpretación metafísica del mundo”.  Su filosofía no está completa sin que exista tanta maldad representada en el mundo por parte de los salvajismos asociados a la muerte. Los ritos mesoamericanos, vistos como dementes y diabólicos, dan el fundamento para su metafísica. El saber que la muerte no se puede evitar y pensándola desde un concepto de maldad y de sufrimiento, al contrario de la vida, es lo que impulsa la reflexión y genera en última instancia la filosofía, que es lo que más enaltece Schopenhauer.

De la vida/muerte en sí misma
En los mesoamericanos la necesidad de entender el mundo como un lugar de sufrimiento en el que sólo se viene a morir se diluye en sus prácticas. La muerte es la vida misma también. Gutiérrez González nos dice: 

“Las diosas mayas son parte de un mundo donde coexisten la vida y la muerte, el antes y el después. Son a la vez ancestras y descendientes. Las diosas formadoras y creadoras comparten mucho con las diosas asociadas a la muerte. Las diosas primordiales viven y mueren bajo otras leyes como las diosas cíclicas. Ellas se mueven en espacios peligrosos para el ser humano, como la noche y las cuevas, o en espacios vedados, como el cielo, las entrañas de la tierra o los cuerpos de agua.”  

Las diosas y los dioses mayas, por ejemplo, coexisten en la vida y en la muerte, en el antes y en el después, que es cíclico. Los dioses mesoamericanos no pueden evitar el mal porque no son todopoderosos, pero ni siquiera pueden plantear el mal como algo alejado de ellos porque no son omnipotentes. Las diosas y los dioses están sujetos a la ética que no se puede incurrir desde la concepción absolutista de juicios categóricos. Su ética es contextual y sus acciones dependerán de diversos aspectos para poder ser evaluadas como buenas o malas. Así como sucede con los seres humanos.
    Las diosas y los dioses existen de todos tipos y se conceptualizan en términos que para los europeos no parecen tener sentido y por eso se dejan de lado. “Coatlicue, la de la falda de serpientes, es señora de la tierra y la fertilidad, pero también de la muerte”.  Da vida y muerte al mismo tiempo, fertiliza y extingue. “Huitzilopochtli se refiere al agüero, a lo extraordinario, a lo portentoso; pero también a lo que causa escándalo o espanto, a lo heroico, a lo hazañoso, maravilloso o terrible”.  Es lo maravilloso de la fuerza, pero lo terrible de la guerra, actuando en dualidad interconectada, nunca separada. “El Abuelo 'Uch es aquí un tiempo, una veintena. Es también un dios que recibe la ofrenda para que aplaque su furia y no devore las mieses. Pero es, además, una fuerza que circula en su turno por el mundo, con peculiaridades precisas: roba el fruto de la planta. Es un dios ladrón de maíz que actúa como tlacuache porque tiene cualidad de tlacuache”.  Es un devorador y ladrón y se le otorga comida para que no se coma lo que no es suyo, pero no se puede evitar, su régimen en el mundo debe suceder de forma cíclica y no hay forma de evitarlo porque en eso reside su existencia.
Los dioses y las diosas en Mesoamérica se pueden encontrar en la ambivalencia de maldad y bondad. Así como los humanos no pueden ser buenos o malos en todo momento, ellos también tienen la capacidad sólo de obrar de acuerdo a sus límites. Son representaciones humanas y con ello también comparten su humanidad, tal y como lo hacen Leibinz, Spinoza y Schopenhauer. “Mahuíztic es otro término que aparece frecuentemente en los conjuros al calificar los dioses. Habla de grandeza, de temor, de dignidad, de gloria, de boato, de maravilla, de autoridad, de hazaña, de estima”.  En sus cualidades están las condiciones que los hacen actuar. No son cualidades simplificadas a odio o amor o a maldad y bondad. Son complejos como el ser humano, no tienen la resolución máxima de la perfección o imperfección. Actúan con la misma libertad que un ser humano, bajo sus regímenes y condiciones que no pueden negar.

En conclusión
La maldad, en los rituales mesoamericanos, pierde sentido ya que deja de lado la categorización absoluta de una acción por su condición moral normalizada en otro contexto histórico y cosmológico. La cosmovisión mesoamericana desarticula la maldad y la bondad como puntos de partida para generar una filosofía, una metafísica y una ética. Aquí no hay un hacedor de mundos bueno en contraposición a un destructor de mundos malo como se plantea en la filosofía de Schopenhauer o de Leibinz. No hay un mundo mejor o peor y que puede cambiar de acuerdo a la libertad que se ejerza por parte de uno o muchos seres. Los que habitan el mundo, tanto humanos como divinos, son, y existen sin especular mucho en ello. La muerte también es parte de su existencia y no es el final, no es sufrimiento, es, y nada más. Gracias a que todos y cada uno de estos interactuantes conviven en el mundo cuando corresponde es posible que este siga existiendo, a su condición. No se trata de una lucha del mal y del bien o de plantear si la existencia vale la pena o no. Es plantear que se es, simplemente, de forma fenomenológica y que el ser en sí mismo adquiere valor no por su ética, sino por su existencia misma y las cualidades y condiciones que se lo permiten.

Bibliografía
Adorno, Theodor y Horkheimer, Max. Sociológica. Víctor Sánchez de Zavala (trad.), Taurus Humanidades, Madrid, 1996, pp. 323.
Gutiérrez González, María Eugenia. Diosas de los antiguos mayas. Libros en Red, México, 2013, pp. 87.
Leibinz, Gottfried. Teodicea. Ensayos sobre la bondad de dios, la libertad del hombre y el origen del mal. Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, Edición electrónica en www.philosophia.cl 
López Austin, Alfredo. Los mitos del tlacuache. Caminos de la mitología Mesoamericana. Instituto de Investigaciones Antropológicas UNAM, México, 2006, pp. 514.
Schopenhauer, Arthur. Los dos problemas fundamentales de la ética. Pilar López de Santa María (trad.), Siglo XXI, Madrid, 2002, pp. 299.
Schopenhauer, Arthur. El mundo como voluntad y representación II. Pilar López de Santa María (trad.), Trotta, Madrid, 2009, pp. 747.

Imagen tomada de: https://allthatsinteresting.com/wordpress/wp-content/uploads/2017/07/heart-human-sacrifice.jpg














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